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Una Pacífica Metáfora

Encina Campamento
Érase una vez un hombre que plantó un árbol, pequeño y fragil casi como era él, pero eso si, se buscó una buena tierra para plantarlo y no quiso ponerle vallas ni tapias ni alambradas: el arbolito si crecía tenia que ser con toda libertad y a la vista de mucha gente, de todos los que quisieran mirar hacia él.
El árbol poco a poco empezó a crecer y el hombre se sentía a gusto, y por eso un día dejó a sus padres y hermanos y dedicó todo su tiempo a sus cuidados.
 
Un buen día al árbol le salió la primera hoja y al lado de la hoja el primer fruto.  El hombre esperó impaciente a que el fruto madurase, esperó y esperó y al fin el fruto estuvo a punto, pero una vez que lo tuvo tan cerca para poder saborearlo y viendo que era tan bueno para él, quiso que otros también lo probaran y llamó a unos niños que por allí pasaban y se lo dio a probar y todos salieron contentos porque a todos les habia gustado el fruto del árbol de aquel hombre.
Él estaba feliz, su árbol crecía fuerte y sano y cada vez era más frondos: ramas nuevas, brotes nuevos, más hojas, más frutos.
Todos los veranos cuando el árbol daba sus frutos todos los niños que lo habian probado volvían para que el hombre les diera más y a su vez invitaban a otros a probarlos.
Los niños fueron creciendo, ya eran unos hombres y unas mujeres, algunos plantaron sus propios árboles según las enseñanzas del buen hombre y les fue bien y sus árboles tambien dieron buen fruto. Otros, sin embargo, los sembraron en mala tierra y no los dejaron crecer en libertad, los rodearon de vallas y tapias y no dejaron que entrara el aire puro y al poco tiempo se secaron y desaparecieron.
En una ocasión un huracán muy fuerte estuvo a punto de arrancar el árbol de raiz y de hacerlo desaparecer, pero ni el huracán en toda su grandeza pudo con él. Sus raices ya estaban bien profundas en la tierra y sus ramas, más fuertes y seguras, lo rodearon y lo abrazaron con fuerza y el árbol ni siquiera se movió; el huracán se volvió un viento suave y acarició sus ramas con una ligera brisa...
 
Y el árbol siguió creciendo y el hombre seguía trabajando y cuidando de él. Sus frutos de nuevo fueron abundantes y el buen hombre siguió compartiendo con los demas todo lo que recogía de su cosecha.
Todos los veranos niños y mayores volvían y el hombre los reunía alrededor de su gran árbol y les daba todo lo que tenía, muchos no lo comprendian y desconfiaban de su generosidad y algunos llegaron a decir que los frutos de su árbol no podian ser tan buenos cuando el los repartia con tanta alegría y lo acusaban de mil cosas, pero él siempre seguía adelante, trabajando duro, cuidando los brotes tiernos con mucho mimo y cuidado, recogiendo el fruto maduro con sus propias manos y quitando las hojas secas y las ramas podridas que de vez en cuando le salian al árbol.
 
Y pasaron los años y el hombre incansable no paraba de trabajar. Un día una mujer que durante mucho tiempo lo habia estado observando y conocía bien su afán y su entrega le preguntó:
 
"¡Pero hombre!, ¿por qué no descansa usted de tanto trabajar?, ¿por qué no se sienta alguna vez a contemplar su obra?"
 
Y el hombre, sonriendo, le dijo:
 
"Todavía es pronto para descansar, lo haré sólo el día que mi árbol haya crecido tanto que subiendo por sus ramas, estas me lleven hasta el cielo".
 
 
Isabel Agúndez Jacobo